“Abre los ojos de mi corazón…”, dice el himno popular de Paul Baloche. Y lo cantamos a todo pulmón. Pero, ¿hacemos de ello una oración? Podemos estar tan distraídos por lo mundano que nos olvidamos de la eternidad.
El rey de Siria estaba furioso con Eliseo, porque todavía estaba descubriendo sus planes de batalla. Entonces el rey envió un ejército para capturar a Eliseo y cuando vio al ejército delante de ellos, el siervo del profeta entró en pánico. Pero Eliseo estaba tranquilo, sin miedo. Para aliviar a su siervo asustado, Eliseo le pidió a Dios algo muy especial. “Acto seguido, Eliseo oró con estas palabras: Señor, te ruego que abras los ojos de mi siervo, para que vea. El Señor abrió los ojos del criado, y éste miró a su alrededor y vio que en torno a Eliseo el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego” (2 Reyes 6:17 RVC). El profeta estaba sereno ante un ejército acampado contra él porque veía la situación a través de los ojos del Espíritu.
Tal vez eso es lo que tenemos que hacer también. Lo que nuestros ojos ven en lo natural cautiva tanto nuestra atención que olvidamos que las verdaderas batallas se pelean en el Espíritu. “La batalla que libramos no es contra gente de carne y hueso, sino contra principados y potestades, contra los que gobiernan las tinieblas de este mundo, ¡contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12 RVC). Estamos listos para vengarnos de una persona que nos ha ofendido, olvidando que esa persona puede haber sido empujada por una fuerza oscura y que mostrándole amor en lugar de repetir su maldad, derretiremos sus muros.
Cuando le pedimos a Dios que abra nuestros ojos, Él puede mostrarnos las necesidades de las personas que nos rodean. Al ocupar nuestro tiempo con el crecimiento del Reino de Dios, nuestros problemas parecen más pequeños, menos importantes. Sobre todo, cuando nos ocupamos de los asuntos de Dios, Él se ocupa de los nuestros (Hageo 1:2-9). Cuando le pedimos a Dios que nos abra los ojos, quedamos deslumbrados por su belleza. A través de los horrores que nos rodean, veremos un rayo de Su gloria, el esplendor de Su amor por nosotros. Nuestros rostros tensos serán entonces transformados por una dulce sonrisa. “Los que a él acuden irradian alegría; no tienen por qué esconder su rostro” (Salmos 34:6 RVC).
Cuando le pedimos a Dios que abra nuestros ojos, podemos ver soluciones que nunca imaginamos. Tal vez incluso finalmente encontremos a nuestro compañero de vida. Es posible que él o ella haya estado cerca de nosotros durante mucho tiempo, ¡pero no pudimos verlo! Dios puede hacernos dar cuenta de que ese alguien especial, que hasta ahora era solo un buen amigo, puede ser la respuesta de Dios a nuestra oración.
Pedirle a Dios que abra nuestros ojos también puede mostrarnos nuestros errores, debilidades y miedos. El Señor puede mostrarnos que estamos caminando en la dirección equivocada o que necesitamos abandonar un mal hábito. La visión que Dios nos dará no siempre será alentadora, a veces será una corrección difícil de tomar. Pero debemos atrevernos a hacer esta oración. Perdemos tantas buenas oportunidades, luchamos con tanta oscuridad, que no importa lo que nos cueste, atrevámonos a decir esta oración. “Señor, abre mis ojos, para que vea”.